20090916

Una palabra a la mirada

Y de repente buscando cosas interesantes en Internet, encontré varios blogs interesantes. En una de ellos se hacia referencia a la mirada. Recorrí mi blog y hace unos días yo escribí una suerte de poema acerca de la mirada.
Claro esta no era cualquier mirada. Pertenece a alguien particular que apareció en mi vida de repente y me regala el encanto de su mirada cada vez que lo veo.

No hace mucho estaba yo en un Pub de Buenos Aires. Solía ir allí con mis amigos los sábados a tomar algo para seguir la noche en algún boliche. Mi amigo Nacho, vino acompañado por su amigo Leandro. Nacho es un tipo inquieto, que habla hasta con las columnas y ese día no era la excepción. Frente al verborrágico estado de Nacho que se puso a hablar sin parar con una parejita que había en el lugar, Leandro se acercó a mi, y nos quedamos tomando algo, conversando, riéndo.
Después de un par de horas fuimos a bailar. Todo transcurrió normal. Nos reímos mucho, y nos miramos un poco, aprovechando la distracción del otro. Avanzó la madrugada y Leandro me alcanzó hasta mi casa. Nos despedimos en la puerta y no supe de él hasta el próximo fin de semana.

Así fue que al viernes siguiente nos encontramos en un boliche. No fue casualidad, cada uno sabía que el otro iría. De alguna manera me había entusiasmado la idea de volver a verlo. Estuvimos en el boliche con nuestro grupo de amigos, tomando vodka con Speed, bailando y riéndonos. En una palabra, pasándola bien. Amaneció y me fui a casa.
El sábado lo volví a ver en aquel mismo pub en el que nos conocimos. Habíamos formado una pequeña ronda con tres amigos más. Leandro, casi de casualidad, había quedado frente a mí. Yo estaba muy conversador con mi amigo Alejandro y de repente sentí algo extraño. Me sentía literalmente observado. Miré al frente y ahí estaba Leandro que hacía unos cuantos minutos (no puedo precisar cuantos exactamente) me estaba mirando. Lo miré fijo a los ojos. Sonrió al verse descubierto. Sonreí también y sin que ninguno de los dos pudiera bajar la mirada, hicimos un gesto con la cabeza, típico de “¿Qué pasa? Esa misma pregunta salió de mi boca entre mi sonrisa gigante, a lo que él con el mismo tamaño de sonrisa respondió – Nada.

Durante toda esa noche, las miradas ya no eran disimuladas. Simplemente nos mirábamos y cuando nos descubríamos, sonreíamos. Me alcanzó hasta mi casa. Charlamos de cosas superficiales, casi sin mirarnos. Llegamos a la esquina de mi casa, lo saludé y me fui a dormir.

Durante la semana, encontré su aceptación de amistad en Facebook, lo agregué al Messenger y una noche cualquiera lo encontré conectado. Charlamos amigablemente, me comentó lo bien que lo había pasado con Alejandro y conmigo, y lo bien que le habíamos caído.

Esa semana tuve que hacer unos trámites por el centro, y no había ido a trabajar. Fuera de todo cálculo, cerca del mediodía ya estaba desocupado deambulando por las calles y pensando en que bueno sería invitar a Leandro a almorzar. Rápidamente caí en la cuenta que debía procurarme su teléfono antes.
Lo hice. El tercer fin de semana se unió nuevamente a nuestras salidas. Las miradas estaban presentes cada vez con más regularidad. Todo parecía ser nada cuando encontrábamos la mirada del otro en frente. Las palabras no salían, solo las miradas. En el entorno empezaron a darse cuenta. Alguno que otro ya se predisponía a que pasara algo en cualquier momento.
Para desilusión de los espectadores, todo quedaba en miradas. Llegó la semana y decidí invitarlo a cenar. Aceptó sin problemas y se ofreció pasarme a buscar por mi casa. Cenamos, charlamos, me contó cosas de su vida y yo le conté de la mía. No hubo miradas que expresaran otra cosa que atención. Fuimos luego por un café. Me llevó a mi casa y nos despedimos hasta el fin de semana siguiente.

A esa altura, me di cuenta que había empezado a jugar al oficio mudo. La seducción estaba todo el tiempo presente. Lo descubría colgado mirándome y el me descubría a mi también. Las palabras no existían. Las insinuaciones más allá de las miradas tampoco. Todo sucedía bajo el destellante cielo raso del boliche, entre música, tragos y cientos de personas saltando al ritmo de la misma música. Cuando todo eso terminaba, y el amanecer se abría paso en el horizonte, parecía que no había a quien mirar.
Todo era raro. Si no le pasaba bola, me buscaba. Después la nada misma. ¿Será tímido como yo?- me preguntaba. ¿Qué espera para decirme algo? ¿ Y yo que esperaba? El miedo al rebote podía más. Las miradas siguieron persistentes. El silencio también, inundándolo todo. Alguna vez salí de casa sabiendo que iba a verlo y me inventaba un discurso mental para decir. Nada de eso salía. Nada de eso salió.

Pasó casi un mes. En la semana no hay señales de vida de su parte. Ya no hay invitaciones de la mía. Cuando nos vemos todo vuelve a estar ahí a través de la mirada. De la mirada y el silencio.

Todo parece despejarse cuando alguien te presta atención. Esa atención que andabas buscando. Parece que algo nuevo y maravilloso va a comenzar en cualquier momento. Hasta que te ves anclado en la mirada llena del otro, y en el silencio vacío alrededor. La conexión es fuerte pero las palabras hacen su complemento necesario. Cada uno seguramente tiene una razón para no disparar la primera palabra a solas. Miedos, antiguas frustraciones, rechazos, inseguridades.
La voz de la mirada seguramente se irá callando y volveremos a mirar para otro lado sin saber que hubiera pasado de haberle puesto una palabra a la mirada.

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